sábado, 15 de octubre de 2011

HABLAR DE POESÍA 23

Año XIII - Julio de 2011





Director:
Ricardo H. Herrera

Editor:
Juan Carlos Maldonado

Colaboradores:
Pablo Anadón
Mercedes Araujo
Diego Bentivegna
Marcos Bertollero
Walter Cassara
Cecilia Eraso
Javier Foguet
Laura Gómez Palma
Anahí Mallol
Valeria Melchiorre
Miguel Ángel Montezanti
Claudia Prado
Cecilia Romana
Lucas Soares
Beatriz Vignoli
Jason Wilson


Sumario

Figuras

Ricardo H. Herrera:
La forma humana de Javier Adúriz
Vladislav F. Chodasevic:
Muni: un síntoma
Gesualdo Bufalino:
Autorretratos a pedido
Anahí Mallol:
Stevie Smith: infancia y poesía


Temas

Giacomo Leopardi:
La aspiración al infinito
Mario Luzi:
Vicisitud y forma en Leopardi
Diego Bentivegna:
Mímesis, eros, amor: recorridos dantescos
en Pier Paolo Pasolini y Leopoldo Marechal
Lucas Soares:
La fulguración del instante:
experiencia poética de lo sagrado


Poesías

Laura Gómez Palma:
Nueve poemas
Anahí Mallol:
Como un iceberg
Cecilia Romana:
Un asunto tristísimo
Cecilia Eraso:
Territorios
seguido de Marte en Aries
Valeria Melchiorre:
El tiro
Mercedes Araujo
La vida de las mariposas
Claudia Prado:
Piedritas


Versiones

Boris Pasternak: Siete poemas
Nota preliminar y versiones del ruso de Pablo Anadón
Stevie Smith: Estudio para merecer la muerte
Nota preliminar y versiones de Miguel Ángel Montezanti


Críticas

Jason Wilson:
Una nefasta ausencia de tolerancia
Valeria Melchiorre:
El centro oculto de una vida
Javier Foguet:
Un idioma propio adaptado a lo desconocido
Marcos Bertorello:
La esperanza del vacío
Jason Wilson:
Metáforas del estado creativo
Walter Cassara:
Elogio de los pájaros
Beatriz Vignoli:
El poeta como alquimista y cantor


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Ricardo H. Herrera


LA FORMA HUMANA

DE JAVIER ADÚRIZ




[Texto leído en la librería Liberarte el día 6 de octubre de 1999, a propósito de la publicación del libro de Javier Adúriz titulado La forma humana (Ed. del Dock, Buenos Aires, 1999). Algunos fragmentos aparecieron en la sección Críticas de la revista al año siguiente. Publico ahora el texto completo en homenaje al amigo recientemente fallecido.]







“Hay en nosotros ciertas cualidades que nosotros mismos no sabríamos reconocer en una obra nuestra, tampoco las advertimos en la reacción del mundo, sin embargo son las más preciosas, y hacernos conscientes de ellas aceleraría el curso de nuestra sangre: interceptar tales rayos y reorientarlos es el cometido más delicado de la amistad.” Esto escribe Hoffmansthal en un aforismo de El libro de los amigos, un aforismo en el que se le adjudica al amigo una misión que se confunde con el ideal del crítico: captar las cualidades más connaturales a la sensibilidad de un autor, ésas que emanan del núcleo más íntimo de su temperamento artístico, y ayudarlo a comprenderse a sí mismo, a aceptarse a sí mismo, a crecer más fielmente apegado a sí mismo. Sólo al ejercer una responsabilidad de este tipo la crítica aparece como necesaria para quien escribe. En un momento de la cultura como el actual, en el que muchas veces el poeta distorsiona su visión o menoscaba su oficio por atender a los reclamos de una realidad que lo niega de raíz, la ayuda que puede prestarle una crítica amiga de la sensibilidad poética resulta evidente.
Ahora bien, para que pueda hablarse tanto de amistad como de crítica, es preciso que la tarea de ambas sea llevada a cabo sin que quien la realiza pierda su autonomía espiritual. Diría, inclusive, que es sirviéndose de la autonomía de la propia personalidad como la labor del crítico y la misión del amigo cobran validez y resultan fructuosas; ya que se trata, en efecto, de sentir reciprocidad por la forma en que el don de la poesía ha encarnado en el otro, pero, al mismo tiempo, de dejar de lado el territorio falaz de las identificaciones que deslíen las diferencias en el pacto o el compromiso. Distancia y simpatía son el anverso y el reverso de la amistad y la crítica. Que Javier Adúriz sea amigo mío, y que yo esté invitado a hablar de su libro en tanto crítico, constituye pues una coincidencia afortunada, ya que, a la hora de colaborar con el desarrollo futuro de un poeta, la inteligencia que cuenta es la del corazón. Adúriz toca con mucha precisión este punto, el del enriquecimiento que se deriva de la distancia y la simpatía de quien —entregado y sin reservas— dialoga con nosotros, en un poema dedicado a su mujer. Dice allí: “Hay una huella en tu corazón / que no he recorrido. // Conozco con ardor los pliegues / de tu risa transformando la estancia. / Conozco con ardor el perfume / de tu cuerpo perforado de espíritu, / esa mirada oscura tuya, / convocándome. // Siempre, no obstante, resta / un secreto: el camino encantado / de tu pensamiento.”
“El camino encantado de tu pensamiento...” Una declaración de este tipo debiera poder hacerle la poesía a la crítica para manifestarle su estupor por la complementariedad que recibe del pensar, del pensar el poema que ha nacido oscuro (u oscuramente) y que para el autor defiende esquivo su profundidad semántica con la firme trabazón de la urdimbre melódica y metafórica, como si fuese un símbolo cifrado de la emoción inerme, un ícono del desvalimiento. Según el poema, “el camino encantado [del] pensamiento” es “una huella en [el] corazón”. Las sorpresas que depara transitar ese sendero tienen el carácter de algo mágico, de algo que colabora misteriosamente con las expectativas más íntimas de nuestro ser. A mi juicio, este esclarecimiento que obra amorosamente desde la diferencia constituye lo propio de la inteligencia crítica que se mantiene fiel a la sensibilidad poética, ya que también este pensar tiene algo de inspirado. Son las intuiciones que proveen la distancia y la simpatía lo que le da vivacidad y encanto al diálogo entre la poesía y la crítica; un diálogo que, como el poema leído lo demuestra, se desarrolla de modo secreto en el interior mismo de la poesía de Javier Adúriz. Al no dejar residuos conceptuales, su aproximarse a la instancia reflexiva resguarda eficazmente la identidad del fenómeno poético. Por otra parte, mediante un simple detalle, el de darle vida a la impenetrable oscuridad de su mirada carnal y espiritual, el poeta ha sabido salvaguardar muy bien la alteridad de su interlocutora. Ella aparece en el poema verdaderamente como otro ser, no como una proyección del autor. Este es un rasgo inequívoco de clasicidad: el otro existe, es un ser real, no constituye una proyección o un simulacro del propio yo.
La fuerza de conmoción del breve poema se deriva tanto de la verdad de la experiencia como del desnudamiento de la voz; una voz que su perspicaz y silenciosa destinataria conoce lo suficientemente bien como para exigirle que abandone todo artilugio retórico al dirigirle la palabra íntima. En la medida en que el otro existe, el amor sabe que no hay lugar para el engaño, que toda palabra será juzgada. En un poema de La forma humana titulado “Croto”, hablando de otra oscura mirada, la del desamparo, el autor vuelve sobre el tema de la justicia: “algo muy tuyo juzga imparcialmente”, dice allí. El croto es la encarnación del cariz inhumano que toma el tiempo presente a partir de la irresponsabilidad con que se instrumenta el desarrollo económico, pero también es implacable contrafigura acusadora de la gratuidad de un arte que ha dejado de ser tal para transformarse en vehículo de transgresiones privadas, de vanos pasatiempos verbales que no tienen la menor significación para los seres que con su trabajo cotidiano sostienen la existencia de un aparato cultural que ignora sus angustias más profundas.
Al igual que el desvalimiento, al igual que la persona amada, también la tradición de la lengua es concebida como una realidad que no admite retórica, que no soporta dobleces cuando el poeta entra en contacto con ella. Como nos lo advierten el soneto y la prosa titulados “Merry melodies” y “Epigonía”, el ejercicio de la poesía camaleónica (frívola u oportunista) es un juego con consecuencias funestas: puede poner en jaque la existencia de su autor, o, incluso, empujarlo hacia la muerte espiritual. Adúriz no ignora que el canon de la cultura clásica no es eterno, pero tampoco es tan ingenuo como para creer que el vanguardismo tiene la receta infalible para tratar los males que aquejan al mundo de la expresión. A pesar de sus resquebrajamientos, de sus limitaciones, la tradición clásica no ha muerto del todo para el autor de La forma humana: el cuidado artístico que denotan sus poemas, el conocimiento y el amor por las formas tradicionales que revelan sus composiciones, hablan claro al respecto. No obstante ello, la conciencia de la crisis del canon clásico está explícitamente señalada en sus textos: los dioses se transforman en personajes de sainete; expulsados del Olimpo, deambulan como títeres de cartulina por “la colina burda de lo real”. Vale decir: la forma clásica no coincide con la forma humana de nuestros días, su armonía no da cuenta de la monstruosidad de la época, y, paralelamente, la monstruosidad de nuestro tiempo no se encuentra a gusto dentro de la forma clásica. Bien, belleza y verdad no coinciden, no están en armonía; por el contrario, están en guerra; pero —y esto es lo insólito y lo valioso, tanto desde el punto de vista ético como estético— están en guerra dentro del alma misma del poeta: fecundando su responsabilidad, aunque también, justo es decirlo, agostando el deseo de vivir, en la medida que la lucha supone avanzar por un desierto que supera en mucho las posibilidades de resistencia de una conciencia sola. En el poema titulado “Club” (esto es: camarilla literaria), al “ladrido corrupto” de los poetastros que eluden dicha contradicción, Adúriz opone una clara línea de Cavafis, una línea que reza: “Quizá sea la luz tiranía distinta”. La palabra tiranía, como es obvio, hace referencia a la sujeción del bien: la luz avasalla, exige verdad, juzga y condena en la conciencia estética del poeta toda forma artística hecha de caridad rehusada, vacía de contenido humano.
La voz poética de Javier Adúriz, como vamos viendo, ha hecho de la eticidad una norma estética. Ello es así porque el poeta se siente responsable tanto de sus palabras como de sus silencios, tanto de la realidad afirmada como de la realidad negada por su voz. “Ante la ley”: así se titula el primer poema del libro, una advertencia de ascendencia kafkiana que excluye la posibilidad de piruetas posmodernas. La ley encierra el sentido oculto de la aventura humana: ha dejado impresa su forma indeleble en la criatura llamada a descifrar su enigma. Incognoscible pero estricto, el sentido de ese enigma le exige a quien sobrelleva su peso ser coherente con el reclamo de sus semejantes, y, consiguientemente, demanda autenticidad al dirigirles la palabra. Dicha autenticidad, dicha seriedad, no está de más aclararlo, es lo contrario de la solemnidad. Se trata de ser fiel a un desafío que compromete la vida íntegramente, no de representar con solvencia el papel de literato. De ahí que el poeta, aprisionado entre contradicciones (puesto que en una sociedad injusta y obscena, carente de bien y de verdad, debe hallarle un sitio a la belleza que ya nadie se atreve a nombrar), no vacile en adoptar la estrategia del humor cuando el asunto amenaza con no tener salida. El haiku que cierra el libro —"ahijú" en la particular y cómica trascripción criolla que Javier Adúriz hace del vocablo japonés— constituye una buena muestra de cómo opera su imaginación: si está rendido por el cansancio, por las “horas inhumanas” del trabajo cotidiano, no se disfraza de contemplativo a la hora de escribir; más bien, sugiere que su pasaporte a la serenidad oriental está hecho de fiacas y mateadas. La libertad de la risa disipa la clausura y permite seguir ahondando la búsqueda. Es la suya, sin embargo, una risa extraña: la risa de un Job o de un Edipo, una risa que crece a expensas del propio sufrimiento. En este sentido, es paradigmático el poema titulado “Ante la ley”. El dramático final del texto —“Debo darme bríos: / no sé qué hago aquí, / no sé qué espero”— es precedido por un autorretrato en el que el dolor se recubre de imágenes risibles: “Los extremos de mi barba ya se enredan / con las uñas que sangran por el dorso. / En cada mano puedo plantar un ombú / aunque la condición se compromete / desde que todo lo presente pica / igual que un piojo.”
Si el reclamo por el sentido de la vida (siempre en clave de humildad, de lengua voluntariamente pobre) puede detectarse en cada una de las páginas de esta poesía, no menos importante en ella es el espacio que se le asigna a lo doméstico. La casa, la mujer y los amigos son la ocasión de los poemas más entrañables de La forma humana. En sus páginas, retorno y reencuentro cobran el carácter de una epifanía: “late un ansia de siglos / en la emoción de este minuto”, se nos dice con economía y precisión. A diferencia de Fernández Moreno (el viejo), el carácter de refugio que supone la vida familiar no implica en Adúriz un secreto exilio. Como él mismo se encarga de señalarlo con un epígrafe, su experiencia está más cerca de la tradición mastronardiana: no hay disociación entre vocación y vida familiar. Una nota elegíaca ilumina estos momentos de rara armonía; el humor pierde sus aristas filosas y se transforma en simple alegría: “En un limbo, en el aire / hacemos un fervor, como los chicos. / Hasta la sombra se asoma en los rincones / porque la vida se acalora y sonríe.”
Según la concepción que de la poesía tengan quienes la escriben, suelen las palabras remitirnos a una escena: una escena que puede perseguir o evitar la belleza ideal, que puede buscar o rehuir la áspera realidad; una escena concebida como una especie de arcadia amena, silenciosa y solar, o bien como una suerte de arrabal pestilente, poblado de tinieblas y gritos. En ambas situaciones extremas, la poesía se define con relación a lo poético o a lo antipoético de un ambiente, ya sea éste sublime o grotesco, puro o vulgar; dos ambientes que, por lo general, se oponen. Una de las primeras cosas que llama la atención en la poesía de Adúriz es su distancia de este tipo de planteos: no hay en sus páginas oposición entre la risa y las lágrimas, entre la belleza y la fealdad. Antes que en un paisaje del deleite o del desamparo (aunque, como es lógico, las imágenes transiten por uno y otro, alternativamente), al percibir el temple musical de su verso, se comprende que él reconoce en la voz la unidad de la experiencia poética; la voz donde se modula el río del idioma, me gustaría agregar; el río del idioma que pasa —apacible o brusco, cristalino o turbio— tanto por los vergeles de la imaginación como por los suburbios de la realidad. Lo elevado (la indefensión de lo elevado) y lo burlesco (la ferocidad de lo burlesco) son inseparables, van a la par en sus páginas, como dos personajes —cervantinos o marechalianos— que fuesen hablando entre bromas y veras de la aspereza del camino que recorren, de sus escasos altos apacibles. En su andar doloroso y cómico, inocente e incrédulo, las figuraciones siempre antagónicas (pero complementarias) de estos dos lenguajes, se dirían consubstanciales a la vieja voz de la poesía castellana.
He aquí, entonces, otro rasgo distintivo de la lírica de Javier Adúriz: se configura en la voz, es hija de la voz. Por consiguiente, alcanzar una transfiguración musical del habla cotidiana es el requisito básico de su arte: la frase ha de transformarse en verso. Y el verso no constituye para él una línea cortada de modo caprichoso, siguiendo una pauta visual, sino, por el contrario, una línea tensa y audible que busca configurar con un giro rítmico y melódico la turbulencia de las emociones, o, como él dice bellamente, “los vientos / contrarios de mi corazón”. Si bien toda la poesía escrita es pasible de ser leída en voz alta, es realmente muy escasa la que se revela como nacida de las modulaciones de la voz, la que cobra vida cuando el número y la cadencia, las cantidades silábicas y los acentos, se convierten en inductores de la imaginación verbal. Todavía más escasa es aquélla que, entre sus inflexiones, nos permite atisbar en un relámpago algunas lejanías de la memoria del idioma. Por lo general, la cultura verbal no suele hacerse carne, no pasa de la piel del poema: se queda en meras alusiones literarias, en citas más o menos veladas, muchas veces hechas de pobres traducciones. Leeré un poema para poner a prueba la veracidad de lo que afirmo, un poema en el que la dimensión poética de la gracia —encarnada en la figura puramente libre del esplendor solar del verano— se opone a la exigencia inexorable de la ley moral: “Sean en su mudanza infieles / las palabras como el amor o el mar, / como el ambiguo árbol de la vida, / aliento y desaliento, engaño, ira. // Sean tiempo sobre el tiempo, agravio / y desagravio, con el invierno / crueles, de boca lenta o ademán / suntuoso, o múltiples, qué más nos da. // De un solo abrazo antiguo, enamorado, / contra toda miseria / hicimos nuestro el verano. // El verano, Ana... Yo lo estoy viendo / ahora: no en el poema, / en la fidelidad de tus ojos.”
Idéntica vitalidad rítmica, la misma carnalidad sonora, puede percibirse en los poemas burlescos de La forma humana. Los viejos metros de nuestra lengua, esos que miden los latidos felices o angustiosos del sentimiento y los condensan en una cadencia, en una precisa pauta verbal, pese a lo contradictorio de los temas que vertebran en este libro, no son traídos a sus páginas con el mero afán de degradarlos o por vana complacencia melódica. Nada más lejano del propósito del poeta que poner en pugna la entonación y el sentido, o conciliarlos de manera ornamental. Por el contrario, se diría que la legitimidad de una entonación armónica y cantable, ya sea que esté unida al amor, a la sátira o a la piedad (el triple registro de La forma humana), es la sola nobleza que Javier Adúriz está dispuesto a reconocer. Como si fuera la única dimensión de lo lárico que nos queda, su palabra late en el verso enaltecida por la intensa carga de vida ancestral que concentra. Por momentos, hay ecos en ella de la apasionada humanidad de Lope, como en el falso soneto “Sean en su mudanza infieles las palabras”; otras veces, nos parece escuchar la sarcástica rebelión de las sátiras quevedescas. En uno y otro caso, siento las palabras siempre paladeadas con fervor, aun cuando, como en el poema leído, a la hora del balance extremo, la lealtad a la experiencia amorosa —piedra de toque de toda existencia que aspire al sentido— se coloque, como es justo, muy por encima de ellas, en el punto más alto de la vida de la conciencia.
Esta tensión entre vida y literatura está presente en otros textos del libro: en el soneto titulado “Tinta roja”, por ejemplo, una original reelaboración de la fábula de Leandro y Hero. En el penúltimo texto del volumen (una variación sobre un conocido tema de Walter Raleigh, trasvasado al castellano con reciedumbre manriqueña), esa tensión siempre resuelta a favor de la vida, esa exigencia de escribir con sangre, desprendiéndose de la literatura enfrenta al tiempo mismo y alcanza un vértice extremo, una dimensión claramente escatológica. Dice el poema: “Casi una variación repito estas palabras. / El tiempo, el tiempo puede / devorar la savia que mana de mi vida, / desacalorar el músculo, enfriar / el tacto por cada uno de los dedos / o alardear de someterme a tierra / y madera, llevarme todo / hasta la estrecha disposición / que ni ve ni oye. Puede, pero / de semejantes despojos / Dios me levantará. Y te veré. / En eso también creo.”
Hay concentrada, en la firme y grave armonía de esta composición, una figuración de lo humano que se diría ya desaparecida de la faz de la tierra: la de la heroicidad del espíritu. Quizá alguno sonría ante semejantes supervivencias arcaicas; a mí, por el contrario, al reactualizar el tiempo en el que el hombre no eludía el combate espiritual, en el que su amor por la vida se traducía en hambre de vida eterna, poemas como éste me fortalecen. Al leer los versos, surge sin embargo una pregunta: ¿podría la dimensión teológica de la fe y la esperanza que los anima hacerse extensiva a la concepción que Javier Adúriz ha tenido de la poesía en las últimas décadas? No sabría decirlo con certeza. Es la suya, sin duda, una fe que no cede pese a las pruebas a las que se ha visto sometida; una fe que alienta desde hace treinta años, cuando comenzó a escribir Palabra sola; una fe exigida al máximo, servida por una fidelidad lastimada, que alguna vez se percibe a sí misma como “un vicio obstinado de [la] voz”, puesta al servicio de una gratuita “confabulación de fantasmas”. Por momentos, se diría que el vigor metafísico de su palabra proviene tan sólo de la violencia de la desesperación. Por ello mismo, el artista de la palabra y el prisionero de los campos de concentración se transforman en las páginas de La forma humana en una misma y patética figura: la del que se ve obligado a buscar el espíritu al borde de la animalidad, la del que debe pagar su supervivencia anímica con humillaciones y vejámenes.
Buscando los testimonios de su lucha con la palabra, al releer el libro anterior de Adúriz, Égloga brusca, páginas que guardan una estrecha afinidad con las que hoy presentamos, di con una prosa en la que se toca uno de los puntos más bajos de la relación del poeta con el lenguaje. Dice allí: “Ya no recordamos la dirección del Verbo. En el principio era: nos precedía rotundo como una ola retumbando sobre la piedra. Pero ahora, estamos por creer (artificio, artilugio palabrístico) que es meramente el mugido de una especie vulnerable.” Este es un extremo de su experiencia de la poesía. El otro extremo podría ser un breve poema de su nuevo libro, ese que dice: “Mirá, mirá / esa mariposa que va y viene. // Mirá que asombro / cómo sobrevive a todos los ácidos.” Entre el escepticismo y la maravilla, pende la atribulada conciencia de quien se siente llamado pero duda de si será elegido. “Esto te tocó: una voz en la tierra / y la desilusión de la voz”, afirma inolvidablemente en otro poema. Al leer en forma sucesiva estos tres pasajes de su obra; al ponerlos en relación y percibir toda la angustia que exudan; al palpar en forma simultánea la desolación y la esperanza, el escepticismo y la fe que late en ellos; puede comprenderse en toda su magnitud la línea de Montaigne que precede el volumen: “Cada hombre lleva dentro de sí la forma entera de la condición humana”.
Cabe afirmar, entonces, que el ardor de la melodía verbal, reconocida como genuina sólo cuando emerge probada del frío silencio de la zozobra y la indigencia, es otra característica esencial de esta poesía. El mismo Adúriz lo decía lúcidamente en una inolvidable estrofa de Égloga brusca: “Desierto extraño tu cantar, amigo, / apasionante yermo estéril. / Que todavía o siempre te arrebate / tu propio corazón.” Es la suya, en efecto, una palabra desértica, muy propia de esta “patria [nuestra] desesperada de un sentido”; una palabra cantable, pero pudorosamente asordinada por las disonancias de la incertidumbre y de la aflicción; una palabra corroída y templada por la fatiga y el remordimiento; una palabra agónica, arrancada a la mudez y siempre amenazada por la mudez; una palabra que señala lo intolerable de las contradicciones en que se debate el hombre (el “pobre mono” vallejiano), pero que sólo encuentra lo humano y lo divino del hombre en tanto se mantiene viva esa lucha desigual adentro de él; una palabra afligida, que incesantemente trata de convertir su “doliente opacidad” en una fuerza, pero que, al mismo tiempo, no bien obtiene esa fuerza, la arriesga en el humor, como si toda seguridad existencial fuese un conato de dominio, un arranque de vanidad, de mero engreimiento. Este rasgo, que algún apresurado podría atribuir al cinismo, a mi juicio es de carácter religioso, ya que la palabra de Javier Adúriz no se complace en la miseria del hombre; por el contrario, fiel al misterio, concibe todo quebrantamiento del ánimo, toda caída, como una ocasión para renovar la dimensión humana de la fe y de la fraternidad.

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sábado, 25 de junio de 2011


Ricardo H. Herrera

Continuidades y rupturas en la poesía argentina


[Texto leído en el III Festival Nacional de Poesía

Centro Cultural de la Cooperación, 24 de junio de 2011]


¿Qué hay que entender por continuidades y rupturas de la poesía argentina? ¿Las disputas estéticas de los últimos cien años? El tema me supera ampliamente. Sólo puedo hablar de mi idea de la continuidad, de los motivos que me llevaron a adoptarla y de la manera en que la hice mía. Voy al punto. Mi concepto de continuidad tiene que ver con la intención de recuperar y transmitir la especificidad de arte del castellano. La prosodia de nuestro idioma no obedece al azar; más bien, “parece haberse definido en íntima relación con las condiciones fonológicas de [la] lengua” (T. Navarro Tomás). Naturalmente, es este un asunto que no se puede liquidar con una frase. Pero cualquiera que haya leído algo sobre poesía china entenderá que esa lengua tiene una especificidad de arte que le es propia, de modo absoluto, sin que hagan falta demostraciones de ningún tipo. También nuestra lengua, si bien de modo menos absoluto, tiene la suya. Esto es algo que un poeta joven debiera tener bien claro si no quiere perder tiempo. No fue mi caso, ya que cuando tenía veinte años leía traducciones de poesía china con el mismo oído con que leía poesía argentina. Mi oído no percibía diferencias entre Pizarnik escrita por Pizarnik y Wang Wei traducido por Marcela de Juan, entre Giannuzzi escrito por Giannuzzi y Eliot traducido por Wilcock, entre Bayley escrito por Bayley y Michaux traducido por Galtier. No sólo no percibía diferencias, sino que las traducciones me interesaban mucho más. De modo que al escribir poesía, también yo escribía en una especie de castellano traducido. Fue al hacer mis propias traducciones de poesía italiana cuando me topé con la especificidad de arte de nuestra lengua.

También escuché en esa época grabaciones con buena poesía leída por sus autores ―Neruda, Guillén, Borges, Marechal, Girondo (todavía conservo la versión de En la masmédula en un disco de vinilo)― pero no alcanzaron a educar mi oído. Fueron las traducciones las que tuvieron una incidencia significativa en mi primera formación. Puede que el contenido avasallara a la forma; o bien, que participara de un prejuicio colectivo: la creencia de que lo bueno estaba en otra parte. En esa época, tanto las fidelidades inherentes a la continuidad como las osadías propias de la ruptura eran neutralizadas y homologadas por la traducción. Acaso excesivas lecturas, muy desordenadas. Podía saltar, sin el menor sobresalto, de un poema de Bernárdez a otro de Breton traducido por Pellegrini. De modo que todo era más o menos lo mismo: una mélange. En 1976 las cosas cambiaron, se produjo un giro copernicano; compré tres libros importantes: Vita d’un uomo de Ungaretti, La bufera e altro de Montale y el Nuovo dizionario italiano-spagnolo de Ambruzzi. A poco de comenzar a traducir, comprobé que nada estaba librado al azar en la poesía de esos líricos: cada verso respondía a una ley rítmica profunda, a un rigor que en ese momento no alcanzaba a definir con claridad. Me había topado con la denostada métrica, disciplina acerca de la cual, la verdad sea dicha, lo ignoraba todo, ya que tanto el surrealismo como el coloquialismo y el intelectualismo (las tendencias dominantes de los años setenta) se habían encargado de barrer hasta el último residuo métrico de la poesía que se escribía entonces en Argentina. Tomé por ende la decisión de traducir rítmicamente, respetando tanto la cantidad de sílabas como la ubicación de los acentos de cada verso. Fue un trabajo lento, progresivo, difícil, no del todo logrado. Sin ser demasiado consciente de ello, estaba dando mis primeros pasos por los senderos de la continuidad. Mientras lo hacía, descubría hasta qué punto la literalidad es un bluff colosal.

A partir del momento en que tomé conciencia de la indigencia formal de mi propia poesía y la de mis contemporáneos, se me planteó una disyuntiva de hierro: o acababa por dominar la técnica del verso y de la forma o me dedicaba a otra cosa, ya que, como afirma Montale, es “inconcebible que [un poeta] ignore todo lo que se ha hecho desde el punto de vista técnico en su arte”. La traducción de algunas composiciones de esos libros modificó mi vínculo con la poesía, me permitió reestructurar experiencias informes, tanto de escritura como de lectura. Había dado con la especificidad de arte del italiano. Y también, en tanto traducía de la manera que he descripto antes, con la especificidad de arte del castellano. Dicho de otro modo: descubrí cómo era posible darle temple al verso, cómo se alcanza el ritmo, la música de la poesía. Dar con el ritmo exige una perspectiva histórica que se ubica exactamente a las espaldas de la tradición de la ruptura. Ello es así porque no hay ritmo sin repetición, y, como es sabido, repetición y ruptura son términos que se excluyen. La música está en el origen de la poesía, es su marca de nacimiento. Música quiere decir armonía, conciliación, liberación. Ruptura, en cambio, quiere decir conflicto, conflicto con la continuidad en primer lugar y, en segundo lugar, conflicto como proyecto, como futuro, lo cual es un verdadero problema. Para lograr música en poesía es necesario poseer al menos un mínimo dominio de la forma y del verso medido.

A propósito de esto, el año pasado se publicó en Buenos Aires un libro firmado por varios autores titulado El verso libre, un libro que acaso puede llegar a tener alguna incidencia entre los que recién comienzan a escribir. Todos los autores, obviamente, se han cubierto las espaldas al emitir sus juicios. También yo me cubro las mías ahora si digo que no creo que el verso libre sea el instrumento más adecuado para hacerse la mano en poesía, ya que se trata de un fenómeno subjetivo que difícilmente posibilitará el acceso a esa realidad objetiva que es la especificidad de arte del castellano. También dejar de lado las formas canónicas me parece un error. Quiero dar ejemplos concretos para discutir el concepto simplista de la poesía y de su historia que anima ese libro. Un primer ejemplo: Vallejo. Vallejo fue un constante cultor del soneto, antes, durante y después de Trilce; hay cuarenta composiciones con esa forma en su obra, algunas celebérrimas, como “Piedra negra sobre una piedra blanca” e “Intensidad y altura”, escritas ambas al final de su vida (las dos se cuentan entre sus poemas mayores). El terremoto de Trilce no apartó a Vallejo de la continuidad: los poemas XV, XXVII, XXXIV y XLVI de ese libro son sonetos. En cada etapa de su trayectoria literaria, Vallejo probó sus nuevos medios expresivos con la forma que estaba en la base de su formación como poeta. Era un artista completo, sin deficiencias técnicas; su verso (que de libre no tiene nada) se inscribe de lleno en la tradición de la lengua, es profundamente musical. No hay poeta menos programático que Vallejo, está en las antípodas de las experiencias de las minorías burguesas de vanguardia. Un segundo ejemplo: la evolución de la sextina a lo largo del tiempo, su continuidad. Nace a fines del Siglo XII en Provenza, de manos de il miglior fabbro, Arnaut Daniel; la retoman en Italia Dante y Petrarca un siglo después; doscientos años más tarde llega a España, Herrera y Lope son sus cultores; y de ahí se difunde por toda Europa. A fines del Siglo XVII desaparece del mapa; no hay ni un solo vestigio de la sextina durante otros doscientos años. Podría haberse afirmado con cierto fundamento que la forma estaba muerta. Pero las formas no mueren, lo que muere es la capacidad de una época para sacarle provecho a un recurso. Reaparece pues la sextina en el Siglo XX con Pound, Auden, Bishop, Ungaretti, Lowell, Gil de Biedma y otros poetas de igual relieve. Es la búsqueda de la extraviada especificidad de arte de la lengua la que obliga a realizar esas pruebas con formas arcaicas. Intentaré esclarecer el concepto, ya que hace a mi definición de la continuidad.

Leer a un clásico (Ungaretti y Montale fueron y siguen siendo mis clásicos) permite viajar a los orígenes de la lengua y recorrer su trayectoria histórica deteniéndose en cada uno de sus puntos cruciales, porque en la mayoría de los grandes poetas están presentes, en un verso u otro, todas las grandes voces que los precedieron. Esto es lo propio de la continuidad: incluir en el presente la totalidad del pasado. A más de permitirnos articular cada palabra como si recién naciera, la traducción concede la posibilidad de recrear el propio idioma y, asimismo, de captar en qué consiste el ritmo. Ese ritmo tiene que estar en relación con la tradición de la lengua y, al mismo tiempo ―nos aconseja Eliot― con el idioma que se habla en el presente. Un consejo de verdad difícil de seguir, porque raras veces esa relación guarda algún equilibrio; por lo general, los vasos comunicantes entre uno y otro compartimento suelen estar llenos de desperfectos, lo cual obliga a una intervención poética que guarde relación con los inconvenientes del caso. No siempre se trata de ceder, de rebajar el rango verbal de la poesía; a veces se impone lo contrario, esto es: impulsar el idioma hacia el silencio y darle transparencia, alejarlo del ruido y la trivialidad que amenazan con degradarlo. En casos así, en los que la continuidad está en juego, la tarea del poeta es bastante penosa.

“A partir del romanticismo ―afirma Valéry― suele imitarse la singularidad en lugar de imitar, como antaño, la maestría.” Por lo arraigado que está en nuestra cultura ese mimetismo de la singularidad (vale decir: la ruptura), pocos comprenden a fondo la índole excepcional de la encrucijada histórica en que nos encontramos: nunca hubo antes nada similar, ni remotamente. Estamos en la época en que “la poesía lírica ha roto sus barreras [...] millones de poetas escriben poemas que no tienen ninguna relación con la poesía.” Son palabras de Montale, pertenecen a su discurso de recepción del premio Nobel (diciembre de 1975). En una emergencia tan insólita, cabe plantearse seriamente la cuestión de la continuidad, ya que hace al futuro mismo de la lírica. De hecho, a eso apuntaba el discurso del gran poeta italiano, que no por nada se tituló “¿Es posible la poesía todavía?” Yo no pude dejar de plantearme la cuestión en mi juventud. De modo que respondí a la pregunta montaliana de la manera que describí antes: traduciendo su obra, empeñando mi voluntad en el aprendizaje de la poesía entendida como arte, como descubrimiento de la peculiaridad de la voz de nuestro idioma. La poesía, obviamente, aún estaba por escribirse. Pero ese es otro tema. En la poesía el arte cuenta sólo en tanto puede ser superado por la intensidad de la entrega del propio ser.

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miércoles, 11 de mayo de 2011



Ricardo H. Herrera

Mastronardi y nosotros


[Texto leído en la presentación de la Obra Completa de Carlos Mastronardi. Feria del Libro, 6 de mayo de 2011]

Trabajé mi primer ensayo sobre la poesía de Mastronardi durante todo el verano del ’84. En la década sucesiva, volví a medirme con su obra un par de veces más, constatando siempre con el mismo asombro la solidez de los valores estéticos que la sustentan. Por revelarnos el tesoro de una tradición, por exigirnos el máximo de atención y responsabilidad en nuestro vínculo con las palabras, hay lecciones de poesía que son en verdad inestimables. Arnaldo Calveyra, en su página liminar a la Obra Completa de Mastronardi (recientemente publicada por la Universidad Nacional del Litoral) calibra con exactitud lo que significa redescubrir intacta la gracia de una voz que nos acompaña luminosamente a través de los años; significa, afirma Calveyra, internarse en un ámbito de “tiempo sentido”, de “intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página”.

Mastronardi, en tanto poeta, es uno cuyos procesos mentales están sujetos a figuras rítmicas, figuras rítmicas que se realizan en la modulación de la voz, en las inflexiones de la voz. La prosa (su prosa crítica, por ejemplo) analiza, especula, propone ideas; retenida por el ingenio y la ironía, la dicción de Mastronardi tiene algo del registro del falsete en sus ensayos y anotaciones periódicas; no así en sus Memorias, donde la realidad le concede un anclaje afectivo a su expresión. Su poesía, en cambio, crea un dilatado espacio de resonancia para acoger las inflexiones y las modulaciones de su voz más íntima, de su voz perdurable. Lo que hay de irreductible en su expresión poética ―vale decir: lo que hay de propiamente estético― constituye tanto la fuerza de secreto como la clave de comunicabilidad del arte del poeta. En virtud de una mirada puesta en total sintonía con el oído, Mastronardi lleva el verso alejandrino a una increíble cima de expresividad, generando con su lenguaje una transparencia visual y una pureza sonora en la que lo real recobra todo su espesor sensible. La cadencia mastronardiana no tiene rival en la poesía argentina, es realmente única. Elijo una estrofa de Luz de provincia para verificar mi aserto. Dice así:

Calles de intimidad sin nadie, olvido y sol,

y siempre unas bandadas atristando el oeste,

y ese vals en retreta, pobre encanto en la noche:

nos busca su florido pesar, su voz nos quiere.

Nada está librado al azar en el fragmento (una totalidad en sí mismo); constituye un instrumento de precisión. La secuencia sonora traza una larga y compleja figura melódica que se despliega calmosamente desde la primera hasta la última palabra de la estrofa, un arabesco sonoro de una limpieza de fraseo simplemente admirable. El juego entre vocales y consonantes es tan matizado que casi pasan desapercibidas las aliteraciones y asonancias que contribuyen a ese logro estético. A poco que leemos, comprendemos: la música busca al caminante solitario, lo busca y lo encuentra. Los cuatro versos articulan el pasaje de la luz a la sombra, del día a la noche, de lo inmóvil a lo dinámico; simultáneamente, dan cuenta de lo próximo y de lo lejano, de la calle de siempre y del horizonte último. Tiempo y espacio, época y paisaje concentrados en cuatro frases de exquisita modulación. Una hazaña. Las vetustas amalgamas “pobre encanto” y “florido pesar” ilustran la índole elegíaca de la voz mastronardiana. Al mismo tiempo, las nociones de musicalidad y de entonación lírica se funden en sus versos: el “vals en retreta” es imagen de la tonalidad de su propio canto, ese canto que se despide pausada y límpidamente, al tiempo que la afectividad se manifiesta en estado crepuscular, en retirada, en ausencia. La época en que se formó la literatura de Mastronardi ha muerto (¿quién se atrevería hoy a usar, sin sombra de ironía, las palabras claves de los versos citados: “intimidad”, “vals en retreta”, “pobre encanto”, “florido pesar”?); sin embargo, su voz sigue viva; su arte continúa conmoviéndonos, tanto por su excelencia musical como por su hondura afectiva. Su método, por consiguiente, aún es pasible de ser usufructuado provechosamente.

Ese método, sobre el cual abundó tanto Mastronardi, podría reducirse a tres palabras: composición, condensación, decantación. Sin embargo, hay un cuarto elemento que ha de incluirse necesariamente en el conjunto de su instrumental técnico: la gracia. “La belleza sin la gracia atrae pero no retiene”, reza una anotación mastronardiana del Cuaderno 1930-1931, fecha clave, ya que en esos años muy probablemente comienza a gestarse Luz de provincia. ¿A qué alude el poeta con la palabra “gracia”? Estimo que se refiere a una constante de su arte: la gracilidad, el agrado, lo grato, vale decir, la “llaneza cordial” en el trato con el lenguaje y con el lector. Es esta cualidad la que lo hace llegar a zonas de intimidad de características muy especiales, verdaderamente provincianas (en el mejor sentido de la palabra). No se trata de confesarse hablando, sino de alcanzar el registro afectivo de la confianza, algo que está ligado a la calidez nativa en el trato personal con los otros. Doy un par de ejemplos tomados de Conocimiento de la noche: “Compañero, perdona lo que falta / de espectáculo y fe...”; “Me gustaría verte, ser alguno en tu pecho...” Solidariedad, camaradería, complicidad emotiva. Estas virtudes tonales no pueden obtenerse por medio de la alquimia puesta en marcha por la condensación y la decantación; responden, más bien, a la sensibilidad misma del poeta, a lo intransferiblemente suyo. En el Cuaderno 1948-1950, Mastronardi copia una observación de Baudelaire que va al punto que trato de dilucidar, dice así: “La sensibilidad de cada uno es su genio”. Mastronardi era perfectamente consciente de que, en su caso, esa sensibilidad era de raigambre provincial; ningún otro poeta de provincia del siglo pasado supo hacer suya esta virtud tan conscientemente como él. Y no es casual, por supuesto, que sus obras más representativas, incluyan la palabra “provincia” en sus títulos: Luz de provincia, Memorias de un provinciano. Ningún horizonte urbano de revuelta literaria lo distrajo de su fidelidad a la entonación nativa. La soledad y el recelo por el siglo en el que le tocó vivir minaron sus fuerzas, pero su palabra poética nunca perdió la calidez, la afabilidad de la región natal.

No obstante los varios escepticismos que suelen darle muerte y nueva vida a la poesía ―el escepticismo de la historia, el escepticismo de la crítica, el escepticismo del propio autor― el caso mastronardiano sigue reclamando nuestra atención. No sólo por la absurda paradoja que entraña el hecho de que un poema como Luz de provincia, poseído por una evidente voluntad de integración comunitaria, haya podido crecer en el interior de una conciencia que padecía una marginación poco menos que absoluta, casi intolerable, sino por la rareza misma que encarna su poesía: tan escasa, tan preciosa, tan trabajada y al mismo tiempo tan poseída por la gracia. Más allá de las explicaciones que Mastronardi se dio a sí mismo al hacer sus anotaciones sobre su gran poema, más allá de las explicaciones que nos damos nosotros al escribir las nuestras, el enigma mastronardiano permanece; ni él ni nosotros acabamos de definir la mágica seducción que se desprende del encuentro de su verso con la realidad iluminada por la memoria, con el fluir de un tiempo apacible.

No pretendo sugerir con esto que frente a su poesía sólo resulte provechosa una adoración de catecúmeno, sino simplemente afirmar la primacía de la poesía sobre la crítica, sobre los interminables debates ideológicos y metodológicos. La persistencia de una poesía en el tiempo no sólo escapa a los cálculos de cualquier pronóstico crítico, sino que incluso supera las aspiraciones de la retórica que la hizo posible. En la medida en que elude el común desgaste de todo discurso que se fija en letras de molde, la persistencia de una poesía en el tiempo constituye una especie de más allá de la expresión: un hecho de verdad trascendente para nuestra literatura. Esta rareza, la perdurabilidad de los afectos por obra y gracia de la cadencia musical de la voz humana, esta rareza que fluye transparente como el agua en nuestra boca cuando la gustamos, constituye el quid de la madurez de la expresión. Dicho con palabras del propio Mastronardi: “Cuanto más firmes son los valores estéticos de una obra de arte, tanto más vaporosa o invisible nos parece su materia. Esos valores se dirían una gran corriente que todo lo arrastra y purifica.”

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martes, 18 de enero de 2011



Hablar de Poesía, 22


sumario



Editorial

Ricardo H. Herrera:
Hablar de poesía

Figuras

Ezequiel Martínez Estrada:
Lugones: un recuerdo y una advertencia
Víctor Gustavo Zonana:
El suburbio sonoro: Carriego
Pablo Anadón:
Fernández Moreno, poeta urbano
María Amelia Arancet Ruda:
Óseo Diego Muzzio
Lynette Roberts:
Una visita a T. S. Eliot
T. S. Eliot:
Edwin Muir

Temas

Ingeborg Bachmann:
Preguntas y preguntas aparentes
Arturo Álvarez Hernández:
Apuntes sobre el amor catuliano
Giuseppe Ungaretti:
Temas leopardianos: la soledad humana
Diego Bentivegna:
Memoria y pobreza:
Ungaretti en Santiago del Estero
Carlos Surghi:
Falsos pasos:
Ted Hughes y la conquista del recuerdo

Poesías

Juan García Gayo:
El plan divino
Javier Adúriz:
Tres poemas
Eduardo Álvarez Tuñón:
El otro viaje
Pablo Anadón:
Estudios de la luz
Marcelo Rizzi:
Manual para inocentes

Versiones

W. B. Yeats: Las cinco anunciaciones
Nota preliminar de Franco Moretti
Versiones de Ricardo H. Herrera
Edwin Muir: Los caballos y otros poemas
Nota preliminar y versiones de Javier Foguet
Lynette Roberts: Queda la sombra
Nota preliminar de Jason Wilson
Versiones de Jason Wilson y Ricardo H. Herrera
Pierre Joris: Mantener el pacto pagano
Nota y versiones de Claudio Archubi

Críticas

Walter Cassara:
Ensayo de una nacionalidad fantasma
Ricardo H. Herrera:
Poetry for export
Jason Wilson:
Todo Yeats
Jason Wilson:
Girri en la mira
Ricardo H. Herrera:
Las relaciones patémicas del yo con el mundo
Valeria Melchiorre:
Un modo de la discreción
Lucas Soares:
El silencio del abandono


Ricardo H. Herrera:


Editorial
Hablar de Poesía, 22



A menudo, en las noches de insomnio, me pregunto por cuál quimera me dejé arrastrar al orientar toda mi vida en la busca de la poesía. Esa destructora inquietud en la espera infructuosa ha sido lúcidamente captada por Ungaretti en las páginas finales de su primer libro, en una prosa titulada “Ironía”. Se esboza en ese texto una escena nocturna en la que la nevada desnudez de una tierra invernal grávida de indicios primaverales se liga a la imposibilidad de la escritura: “A esta hora, sólo a un raro soñador le es dado el martirio de continuar su obra”, concluye Ungaretti. ¿Por qué alude a esta catastrófica hora de tortura al terminar su extraordinario libro? ¿Por qué asocia las palabras obra y martirio en el momento de hacer un necesario alto en el camino? A la supervivencia de la masacre de la guerra, al feliz retorno a la tierra de sus ancestros, le sucede una incomprensible y dilatada pausa de zozobra. Y es que entre la obra apenas concluida y la obra por realizar se abre de pronto un abismo: una noche que disimula su crueldad en una calma de gélida impotencia.
En esas irónicas horas nocturnas de descreación (porque sin agregar nada nuevo devoran lo que uno creía firmemente establecido), soportadas en una especie de fantasmagórico huerto de los olivos alojado en un recodo poco frecuentado de la mente, más de una vez he repasado en silencio algunas de las definiciones de la poesía que mi memoria ha ido reteniendo al azar a lo largo de los años. Digiero con dificultad las definiciones programáticas de la teoría literaria, pero siento viva simpatía por las que surgen al acaso en libros que no pretenden sentar cátedra; definiciones que con toda evidencia son producto de una experiencia vivida. Una de ellas la encontré en las palabras prologales de una antología del poeta cubano Gastón Baquero; la sentencia, atribuida a Heidegger por el mismo Baquero, dice así: “La poesía es la leyenda de la desnudez de lo existente”. Fue mi primer encuentro con el filósofo. Por la fuerza de secreto que alienta en el mágico rumbo del pensamiento que contiene la frase, en más de una ocasión me he sentido llevado por ella hasta la inminencia misma de la poesía, como si fuese el verso inicial de un poema inconcluso. De hecho, cuando leí la proposición (hace unos veinticinco años) me impresionó más que toda la poesía de Gastón Baquero, a quien guardo gratitud por ese mínimo pero extremadamente fructífero acontecimiento que me deparó su libro. Se diría que las palabras de Heidegger están poseídas por “la sagrada sobriedad del agua” donde sumergen sus cabezas los cisnes hölderlineanos.
Otra definición que no olvido de la poesía la encontré en un prólogo de Yevguieni Pasternak a la obra de su padre. La frase es en realidad del propio Boris Pasternak, y va dirigida contra la polémica estéril que suelen sostener los operadores culturales a la hora de llevar a cabo el celoso control de la producción artística: “La poesía ―dice― siempre será algo más sencillo de lo que pueda discutirse en un mitin, pues siempre constituirá una función orgánica de la felicidad humana”. Una vuelta de tuerca a la conocida fórmula stendhaliana, esa que concibe el arte como promesa de felicidad. Pasternak, sin embargo, está más próximo a nosotros que Stendhal: está cercado por las maquinaciones de los ideólogos que buscan definiciones definitivas, inobjetables. En sus palabras, la poesía es pensada como una potencia de la plenitud: abomina del pandemónium de las opiniones que no se fundamentan en una práctica reveladora, que no hacen pie en un libro de poesía que se sostenga incólume en el tiempo; busca abrirse paso de un salto, sin circunloquios, a la percepción de la belleza del mundo y del regocijo del amor.
Esta última palabra (amor) me recuerda una punzante y brevísima definición que Simone Weil aplica al canto gregoriano, pero que hace extensiva a “todo gran arte”; válida, por ende, también para la poesía. He aquí sus palabras: “pura técnica y puro amor”, una ecuación escueta que, para dar buenos frutos, exige una justa correspondencia entre los dos elementos que la configuran. El nivel de la técnica artística puede ser más o menos elevado, ello no depende tanto del grado de refinamiento del artesano como de la proximidad o la distancia que su técnica puede llegar a tomar del amor. Si el distanciamiento es absoluto, si se rechaza el amor con la pretensión de darle autonomía a la técnica, los efectos son catastróficos. Aquí conviene darle nuevamente la palabra a la autora de La condición obrera: “Las cosas indiferentes siguen siendo indiferentes siempre; son las cosas divinas, en cambio, las que, por el rechazo del amor, adquieren una eficacia diabólica”. A quien esta afirmación terminante le parezca oscurantista, le sugiero la lectura del Doktor Faustus de Thomas Mann: no conozco un examen más escrupuloso y atendible del vínculo entre demonismo y arte de vanguardia.
Incluso lo más valioso de la trayectoria literaria de un poeta tan escéptico como Montale puede comprenderse a la luz de la definición weiliana de todo gran arte. Su requerimiento de dominio técnico es explícito: “sería inconcebible que [el poeta] ignorara todo lo que se ha hecho desde el punto de vista técnico en su arte”; sin embargo, también señala los límites de la técnica: “un poeta no debe arruinarse la voz solfeando demasiado, no debe arriesgar cualidades de sonido que luego nunca volverá a encontrar”. No me parece un exceso de interpretación pensar que con esta cauta advertencia Montale le está reclamando a la técnica una necesaria cuota de inspiración; tampoco me parece forzado ligar esa cuota de inspiración a la palabra amor. En “Iris”, uno de los pilares de “Silvae”, el capítulo medular de La tormenta y otros poemas, la índole amorosa de su dictado poético está admirablemente condensada en el dístico final:

porque la obra Suya (que en la tuya
se transforma) debe ser continuada.

El sentido y el alcance de la vocación poética se despliega en dos registros de la voz ―es lección y admonición― en las palabras del visiting angel montaliano. A semejanza de la redonda y la bastardilla de los caracteres tipográficos de este par de endecasílabos soberbiamente concebidos (aunque precariamente traducidos), técnica y amor logran una armoniosa conjunción entre lo ético y lo estético. En relación con la interpretación del simbolismo de la figura femenina del poema ―“Iris de Canaán”―, el propio poeta ha sido más que elocuente al respecto en la célebre Entrevista imaginaria que he venido citando: ella es “símbolo del eterno sacrificio cristiano. Ella paga por todos, padece por todos...”
Queda así medianamente esclarecida la inquietud que suscitó la pregunta por la ambigua condición de la espera de la poesía con la que comencé estas páginas: un silencio amenazante para Ungaretti, una exigencia de intimidad sin interferencias ideológicas para Pasternak, una boda entre maestría y caridad para Simone Weil, un sacrificio para Montale. Imágenes y conceptos cambiantes que se complementan, que no se oponen, y con los que todo aprendiz de poeta tarde o temprano se verá obligado a coexistir en el ciclo de las continuas metamorfosis de la expresión poética, hasta que logre hacer pie en la parcela del idioma que le está reservada y pueda dedicarse a la construcción de la música de su propia voz.


Ricardo H. Herrera:

Poetry for export

(Versión completa en la edición impresa)


Antología de la poesía argentina del Siglo XX
Selección de Daniel Samoilovich
Traducción al inglés de Andrew Graham-Yooll
Ministerio de Relaciones Exteriores,
Comercio Internacional y Culto



Por el simple motivo de que este libro en edición bilingüe (español-inglés) contó con el patrocinio del gobierno nacional –a efectos de ser expuesto en la “Feria del Libro” de Frankfurt, representando a nuestro país en su condición de “Invitado de Honor 2010”– sería desatinado considerar que estamos frente a una antología más, una de las tantas que se han publicado últimamente. No hay tal cosa, en absoluto; la sola proyección internacional a que aspira el libro lo demuestra. Se trata, a todas luces, de un propósito meditado, que apunta a acercar al mercado editorial mundial el reclamo de un producto actualizado, asimilable por cualquier lector cosmopolita, ya que pone en sincronía el vanguardismo y la extensión temporal que suele rotularse con el membrete “Siglo XX”. Nada de lo que acabo de apuntar se sugiere en el libro, falta un prólogo que se haga cargo de la operación literaria que se ha llevado a cabo, sin embargo la coherencia del conjunto habla claro al respecto: nada es casual. Se sigue resueltamente la política del hecho consumado, ya que el libro fue armado para funcionar en ámbitos donde no hace falta dar explicaciones. Por otra parte, intramuros, ¿quién pide o necesita explicaciones en el clima poético del “viva la pepa” que vivimos?
De resultas de la tácita intención programática que acabo de enunciar (Siglo XX = vanguardismo), el inicio del siglo pasado viene a coincidir para el antólogo –Daniel Samoilovich (reconocido poeta)– con la escritura de los primeros textos de Oliverio Girondo, fechados en 1920. Con el objetivo de hacer converger el comienzo de la centuria con la irrupción del vanguardismo, el siglo veinte samoilovichiano se inicia con un par de décadas de retraso. Se compensa esa importante sustracción temporal con el añadido de la primera década del Siglo XXI, momento en el que varias poetas –Bellessi, Gruss, Rosemberg– recopilan sus obras. Como todo parece indicar que los próximos diez años podrán incluirse holgadamente dentro del siglo de marras, la centuria prometida en el título de la antología acabará por completarse en un futuro próximo. Digo esto porque es evidente que el vanguardismo no tiene miras de eclipsarse desde el momento en que cuenta con un aval oficial tan dadivoso.
Si bien el libro carece de un prólogo en el cual el antólogo justifique su estrategia, es claro para cualquier lector con un mínimo de sentido histórico que se ha ignorado la cronología ex profeso, con el fin de dejar al margen a un poeta y a la descendencia literaria por él generada, un poeta que publicó su primer extraordinario libro apenas tres años antes de que comenzara el Siglo XX. Me refiero a Las montañas del oro de Leopoldo Lugones. No hay otro poeta en esta antología que pueda exhibir un exordio de similar potencia, mucho menos un desarrollo tan renovador y sustancioso de la promesa de poesía contenida en él. Que Lugones no es un autor que pueda considerarse decimonónico lo prueba no sólo el hecho de que la totalidad de su obra fue escrita entre 1897 y 1938, sino también el influjo profundo de su maestría verbal. Incluso el traumático legado de sus contradicciones humanas –tan dolorosamente opuesto a su cabal integridad de artista– es fecundo: habla de la confusión de un hombre desbordado por las circunstancias, que no cosechó prebendas de sus errores, sino únicamente amargura y soledad. Por otra parte, en la misma década del treinta, ¿acaso Yeats, Eliot y Pound, entre muchos otros poetas admirados por Samoilovich, no cometieron yerros políticos similares al de Lugones, sin que pese sobre ellos una condena de ostracismo eterno? Sólo Martínez Estrada ha podido ir al encuentro de Lugones con una crítica generosa, similar a la que muestra Auden por Yeats: You were silly like us: your gift survived it all; / The parish of rich women, physical decay, / Yourself...
La parábola creativa del autor de Las montañas del oro es de una complejidad y una abundancia tal que a mi juicio vuelve imposible la aplicación de la perspectiva reductiva de que se ha hecho uso al organizar esta antología. Además de ser uno de los máximos artífices de la lengua castellana, Lugones ejerció un magisterio perfectamente demostrable sobre las tres generaciones de poetas que le sucedieron: los postmodernistas, los martinfierristas y los cuarentistas. De su Lunario sentimental nace la modernidad poética en nuestra lengua; de sus Odas seculares –y sus derivaciones: Poemas solariegos y Romances de Río Seco– la conciencia del espíritu del lugar. Una serie de excelentes libros de autores posteriores a él se originan en esa última vertiente: Tierra amanecida, Cuaderno San Martín, Luz de provincia, Cinco poemas australes, Odas a orillas de un viejo río, Balada del río Salado, Campo nuestro, etc. De modo que dejar afuera a Lugones trae aparejada como lógica consecuencia la devaluación de toda esa descendencia poética: desaparición de postmodernistas de gran calibre –Banchs y Fernández Moreno, entre otros–, demérito de poetas relevantes de la generación martinfierrista –Borges, Mastronardi, Molinari, Marechal– y la eliminación total de los poetas del cuarenta (ya que Olga Orozco, la sola poeta incluida en el libro que se podría encuadrar dentro de esa línea, hace una única aparición para homenajear a Girri girrianamente, cuando en verdad su obra entera se deriva del Molinari de las odas). Borges, Mastronardi y Molinari son colocados por debajo del nivel de Girondo; rebajados no sólo en lo que hace al espacio de mostración de su poesía, sino también en lo que tiene que ver con el criterio con que se ha realizado la muestra. Oliverio Girondo aparece de cuerpo entero en la selección de Samoilovich (exudando vitalidad por todos sus poros), en tanto Borges, Molinari y Mastronardi son captados en escorzos que no dan una imagen cabal de la relevancia de sus obras. Colocar a Borges por debajo de Girondo es tan imprudente como negar a Lugones: equivale a perder el sentido de las proporciones (las imponentes bibliografías de ambos poetas bastan y sobran para zanjar objetivamente la cuestión).
La estrategia de Samoilovich es cómoda, eso sí; se desentiende del endiablado problema que supone emprender una antología integral de la poesía del escindido siglo veinte argentino; evita el conflicto que traería aparejado hacerse cargo de la dificultad que se deriva de aproximar el verbo de Lugones y de Borges a la vapuleada palabra del coloquialismo sesentista que impera con posterioridad a ellos. De ahí, tal vez, la falta de un necesario prólogo que dé cuenta de una ausencia tan ostensible como la de Lugones, y que asimismo intente explicar el acelerado distanciamiento entre calidad y cantidad que se genera en la poesía argentina a partir de la segunda mitad del Siglo XX. Tal desentendimiento le permite a Samoilovich reunir en un volumen conciso –y a su manera orgánico– lo que un previsible lector de Diario de Poesía, o un inexperto Spanish schollar, considerarían como lo más meritorio de la pasada centuria lírica. Sin embargo, prescindir de Lugones en nombre de estéticas implementadas a partir de los años sesenta, es algo más pernicioso que hacer estrategia literaria apostando a un canon políticamente correcto: es sustraerle a la inteligencia del lector la compleja trama de una época, es hacerle el juego a la ignorancia. De hecho, de los cuarenta autores seleccionados, sólo los nueve primeros dan cuenta de la poesía de la primera mitad del Siglo XX (pp.12-73); los treinta y uno restantes se inscriben en la segunda mitad, ocupando las tres cuartas partes del volumen (pp.74-285) y voluntariamente o a la fuerza se deslizan por un plano inclinado que confluye en el polo sesentista.
Demonizar a Lugones, fumigarlo a fuerza de reiterados denuestos ideológicos o estruendosos silencios, como en este caso, me parece una solución de corto alcance; la negación no lleva a ninguna parte, tarde o temprano el daño cultural que traen aparejadas las simplificaciones acomodaticias se pondrá de manifiesto. Cinco páginas con la mejor poesía de Lugones no sólo habrían desestabilizado profundamente esta antología, sino que habrían obligado a su autor a replantearla, ya que Leopoldo Lugones es a la primera mitad del Siglo XX lo que Juan Gelman a la segunda; también él, por ende, merece verse acompañado de la escolta que le corresponde, ya que la generó con instrumentos genuinos y de alta calidad estética. Borges, como es notorio, está por encima de la reyerta doméstica: pertenece al mundo, no a la sofocante clausura de las provincias argentinas (dato que la muestra de Samoilovich deja de lado, con absoluta tranquilidad de conciencia). De haberle dado cabida a la voz de Lugones, se habría tornado más compleja la tensión entre lo que se deseaba destacar y lo realmente destacable. La sola “Dedicatoria a los antepasados” de Poemas solariegos, con su entrañable resonancia arcaica, fruto de un amor desmesurado por el terruño y la lengua madre, hubiese reducido a polvo las ingeniosas majaderías de muchos ineptos (en las antípodas, por cierto, de la genuina alegría de Girondo, quien en Campo nuestro –libro no por azar soslayado en la antología– se hace eco del espíritu y la dicción de aquel memorable poema).

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